KRISMÁTICA

El tintero de Krisma Mancía

Bajo la luz de otro poeta

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Krisma Mancía y Miguel Huezo-Mixco (Abril de 2011)

Una tarde de domingo, Rafael y yo, nos pusimos a discutir sobre identidad nacional poética y el lenguaje universal de la literatura. Un tema apasionante como todo lo que discutíamos en la mesa del comedor. Rafael comenzaba el proyecto de La Casa del Escritor y me atiborraba de libros a morir. Esa tarde me preguntó qué había aprendido del libro «Todo el códice», de Roberto Cea, que yo acababa de terminar. Le dije con todo franqueza que la identidad poética del escritor se hallaba profundamente ligada a la tradición y a las raíces nacionales, que me parecía que los salvadoreños no terminaban de escribir sobre lo mismo, que la literatura salvadoreña se reconocía por esas características del lenguaje,  pero que la riqueza de las imágenes en el texto eran impresionantes. Guardó silencio. Quizá reflexionando sobre lo que le acababa de exponer. Me dijo que lo esperara un momento y fue a la biblioteca. Regresó con un libro. «No mires de quién es este libro y escucha», me dijo. Empezó a leer unos poemas y cuando terminó me preguntó si podía reconocer la nacionalidad del escritor. Le respondí que no. Siguió leyendo otros poemas. Yo me moría de la curiosidad por saber quién era ese poeta. Le pregunté si era mujer y me respondió que no. «¿Es griego?», pregunté con toda ingenuidad y Rafael lanzó una carcajada. «Pos, nop. ¿Por qué crees que es griego?», remató. «Porque habla de cosas griegas, de personajes griegos, de barcos, de guerras…», dije. Siguió leyendo dos poemas más, ignorando mi respuesta desatinada. Aquello era una tortura. Me parecieron hermosísimas las metáforas, me impresionó la forma de expresar las imágenes con un lenguaje limpio, certero, simple y con ese aliento añejo combinado con lo nuevo. Cuando terminó de leer, me preguntó qué me había parecido. Yo me puse nerviosa. Sabía que la discusión sobre el lenguaje poético iba a terminar en la lección de que antes de hablar tenía que saber más. «Mira quién es», dijo, y me entregó el libro como si me entregara un caramelo. Lo primero que leí fue el título del ejemplar. Algo simplista, para mi gusto. Luego leí el nombre del autor. No lo reconocí. Continué con la contraportada y supe que era salvadoreño. «¿Entendés porqué el lenguaje poético no es exclusividad de los escritores extranjeros?», finalizó la lección. El libro era «Comarcas» y lo había escrito Miguel Huezo-Mixco, que meses después Rafael me presentó en una oscura oficina gubernamental. No recuerdo si lo saludé. Estaba nerviosa de conocer por primera vez a un poeta de verdad. Yo sólo era una aspirante y él ya lo era. Luego, siguieron las pocas veces que nos encontrábamos. Quizá fue en la segundo encuentro –en la barra de la Luna, Casa y Arte– cuando Miguel me dio un consejo para la creación poética y que atesoro con mucho aprecio: «Hágale caso a su propio aliento en el verso. Dejé que el verso respiré como usted lo hace». Me dejó pasmada. Nadie me había dicho semejante cosa. Hasta el día de hoy, ese consejo aún sigue vigente en lo que escribo.

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Esta entrada fue publicada en 8 febrero, 2018 por en La anécdota, Texto propio y etiquetada con , .